La Chapada dos Veadeiros es un territorio donde la tierra, el agua y el cielo se entrelazan en un flujo infinito de conexión.
De esa inmersión nació esta serie fotográfica, inspirada por una visita al Quilombo Kalunga, la mayor comunidad quilombola de Brasil.
Un lugar lleno de historia, que preserva tradiciones, costumbres y una forma de vida que atraviesa generaciones.
Fue también en el territorio Kalunga donde conocí una de las cascadas más deslumbrantes que he visto: la Cascada Santa Bárbara.
Un verdadero espectáculo de la naturaleza, con sus aguas azul turquesa que parecen irreales de tan cristalinas; una invitación irresistible a sumergirse y olvidar el tiempo.
Aquí tenemos dos infancias que nos recuerdan que el ahora carga con el ayer y prepara el mañana.
Son herederas de historias y guardianas del conocimiento de un pueblo que sigue resistiendo.
Encarnan el tiempo en la piel, en el canto y en la mirada.
Los Krahô, que habitan el norte de Tocantins y forman parte de la nación Timbira, revelan en sus cuerpos la ancestralidad que los moldea.
Su pintura es mucho más que adorno: es ritual, protección, pertenencia.
Los tintes naturales —urucú, jenipapo y carbón— narran clanes, ciclos de vida y la profunda conexión con la naturaleza.
Registrar la trayectoria de los pueblos originarios es reconocer otras formas de saber, de vivir y de existir.
Con apenas dos siglos de contacto con los blancos, los Krahô siguen firmes —con los pies en la tierra y la mirada en el tiempo.
Así crecen los niños: sin olvidar quiénes son ni de dónde vienen.
En la quietud del instante, el árbol se libera de los límites de lo real y se entrega al movimiento.
Sus ramas, antes firmes, ahora flotan como pinceladas vivas en el aire.
La luz se desliza entre las formas, trazando caminos invisibles, transformando la materia en ritmo.
Aquí, el enfoque no está en el contorno rígido, sino en la impresión fugaz del movimiento.
Como en un sueño, la realidad se disuelve en trazos dorados, azules y sombras que bailan.
La fotografía abstracta no trata de capturar lo que existe, sino de sentir lo que se transforma.
Y así, el árbol se convierte en danza, y la imagen, en poesía.
En esta serie fotográfica, las Baianas del Candomblé bailan el 2 de febrero de Bahía con la ligereza de las olas y la firmeza de raíces que no se quiebran.
Vestidas de blanco, con faldas que giran como mareas y collares que cargan memorias ancestrales, caminan por las calles de piedra como si cada paso fuera una oración.
Son plegarias en movimiento, bordadas de axé, guardianas de una fe que atraviesa siglos.
En el día de Iemanjá, esparcen la magia azul de un pueblo que baila, canta y honra su historia.
Con cada gesto, recuerdan que Bahía no se explica, hay que sentirla.
Porque las Baianas son misterio, fuerza y encanto.
Son lo sagrado que baila entre dos mundos.
El 2 de febrero, en Bahía, las barcas parten despacio, cargadas de flores, perfumes y promesas.
Cruzan el mar como oraciones líquidas, ofrecidas a Iemanjá: señora de los caminos y de los secretos.
Ese día, el mar no separa. Une.
Es abrazo, es paso, es destino.
Cada embarcación que se aleja de la costa lleva lo más íntimo en silencio: pedidos, gratitud, añoranza.
Hay algo sagrado en el vaivén de las olas golpeando los cascos, en el viento que empuja, en el canto que acompaña.
Son gestos de fe que no necesitan palabras — porque todo allí se entiende con el cuerpo, con el corazón, con el tiempo.
En Bahía, la esperanza navega.
Y nunca naufraga.
El mar es el camino que recorren los hijos de Iemanjá. El amor es el lenguaje.
Flores, perfumes y espejos se deslizan por las aguas como secretos…
En el vaivén de las olas, la madre los acoge con su abrazo salado y sus mareas de sabiduría.
Esto es más que una conversación entre madre e hijos: es un lazo que trasciende lo visible, un acto de fe.
Entre las sombras de los puentes y el silencio de las góndolas, Venecia concreta lo que el mundo ha olvidado ser.
Un lugar donde cada detalle es una invitación a descubrir misterios escondidos, ya sea en las fachadas coloridas,
en la quietud del concreto o en el encanto de sus callejones.
En las orillas de los canales, el tiempo juega a no pasar, y los puentes guardan memorias de una ciudad
que flota y aporta ligereza al alma.
En Venecia, cada paso, cada curva y cada clic son una invitación a navegar entre el sueño y la realidad.
En las sombras del concreto, donde el caos urbano da paso a la quietud de las líneas, se encuentran los silencios estructurales. Cada ángulo capturado en blanco y negro revela más que formas: revela el diálogo mudo entre luz y sombra, entre la ciudad y quien la habita.
En las esquinas de vidrio y acero hay pausas ocultas, momentos que hacen eco de un tiempo suspendido. Los edificios, altivos e inmóviles, susurran historias de permanencia, resistiendo al ritmo frenético que corre por debajo.
La fotografía en blanco y negro no solo registra, sino que traduce. Convierte el ruido visual en un instante de reflexión, donde el contraste revela lo esencial y el vacío se vuelve poesía.
Es allí, en los silencios de la arquitectura urbana, donde la mirada encuentra descanso.
Uno siente cuando está viviendo uno de esos momentos que va a marcarle para siempre.
Me di cuenta de ello al subir aquel río en el sur de Bahía, en una barquita de pescador, envuelta en una atmósfera de sencillez y colores brillantes.
Aunque disfrutaba de cada minuto de aquel presente, fui llevada inmediatamente a mi pasado al notar los banderines enmarcando el paisaje de aquella puesta de sol.
Sin darme cuenta, desvié el obturador de la línea del horizonte y empecé a fotografiar las banderitas atravesadas por los rayos del sol, en un movimiento frenético provocado por el viento. Todo allí parecía mágico.
Creo que este relato refuerza algo que siento sobre registrar momentos, algo que va más allá de la técnica, el buen equipo, el tiempo, la luz o el lugar.
Siento que fotografiar lleva, en el propio acto, nuestras propias memorias: partes importantes de nuestra historia que han formado lo que somos y nos han conducido al lugar donde estamos.
La desembocadura es el punto donde un río se vacía.
Un intercambio entre aguas dulces y saladas.
Un cuerpo que se vierte en otro cuerpo.
Barcos navegan en ese encuentro… y se desencontran.
Algunos, anclados, desean partir; otros desean volver.
Yo deseo el movimiento.
Admiro la osadía de quien viene de un camino estrecho y sinuoso y se lanza al infinito.
Esta serie es un paseo entre calles y callejones estrechos, donde el tiempo parece suspendido, y es posible ver belleza en lo ordinario, arte en lo cotidiano y poesía en los detalles.
Son historias de la vida común que se desarrollan con una cadencia lenta, pues, al parecer, la prisa del mundo moderno no tiene permiso para entrar.
Caminar por estas calles sin pretensiones es como sumergirse en un libro de historias vivas; a través de las puertas de madera desgastadas por el tiempo —cada una con su propio encanto— se abren portales que invitan a la imaginación.
Cada casa es un universo en sí mismo, un microcosmos de emociones, sueños y realidades. Y nosotros, observadores silenciosos, somos invitados a presenciar y celebrar esa danza constante entre lo privado y lo público, entre el ser y el parecer.
Hay caminos que piden ir más despacio.
Esta es una serie que intenta capturar la esencia de la serenidad costera en el momento en que el sol se oculta.
La combinación de una luz que inspira con un lugar que es pura poesía para los ojos.
El encuentro de esta porción de tierra emergida en contacto con el mar, con una fusión de colores que encanta los sentidos.
Una belleza que bien podría llamarse atemporal.
Los horizontes me seducen por contener la fuerza y la calma que habitan en el azul, un color que me despierta infinitos y me hace sumergirme en la inmensidad del mundo.
Es un paisaje que da descanso a los ojos y al alma.
Un lugar para perderse o encontrarse.
Sorrento es una ciudad costera en el suroeste de Italia, orientada hacia la bahía de Nápoles.
Un lugar encantador en la Costa Amalfitana que seduce por sus colores vibrantes, ya sea del mar, de las flores o de su arquitectura.
Allí, la vida transcurre despacio, lo que nos permite recorrer con más atención sus calles, callejones, montañas y carreteras que bordean acantilados con vistas al mar.
Un verdadero portal para ver y sentir las bellezas del mundo.
Observar la bruma flotando sobre el mar es mirar el misterio de frente.
Te susurra secretos en capas y te conduce al lugar de la imaginación.
Son partículas suspendidas en el aire, como polvo, como nosotros en esta inmensidad.
Calma para la mente. Respiro para el alma. Paz en el corazón.
Un parque en medio de los rascacielos de Nueva York.
Central Park representa una pausa en vidas frenéticas.
Y belleza en mi camino.
Entre frutas, flores y hojas: mariquitas y un universo encantado.
Parece un mundo lejano, pero está justo ahí, en mi jardín.
Centrarse en lo posible. Admirar lo alcanzable.
La rama seca que hoy reposa sobre la mesa como adorno,
un día sostuvo hojas, flores y frutos.
Fue vida, alimento y sombra.
Y antes de ser rama, fue tronco, raíz y semilla.
Fue vida, refugio y base.
Hoy, simplemente reposa.
São Paulo es una de las ciudades más pobladas del mundo.
Fascinada por esa complejidad, mis lentes transitan entre lo
macro y lo micro, y se preguntan:
Alta densidad y alta soledad. ¿Cómo habitan el mismo lugar?
Tantas mentes, pero no dialogan.
Tantos cuerpos, pero no se conectan.
Miles de mundos ensimismados que, aun compartiendo el mismo espacio, jamás se encontrarán.
Noruega y sus fiordos: brazos de mar rodeados de montañas.
Lugar de paz. Tierra del Sol de Medianoche. País feliz.
Observar el privilegio que es vivir rodeado de naturaleza.
Caminar fascinada por los infinitos tonos de verde.