El 2 de febrero, en Bahía, las barcas parten despacio, cargadas de flores, perfumes y promesas.
Cruzan el mar como oraciones líquidas, ofrecidas a Iemanjá: señora de los caminos y de los secretos.
Ese día, el mar no separa. Une.
Es abrazo, es paso, es destino.
Cada embarcación que se aleja de la costa lleva lo más íntimo en silencio: pedidos, gratitud, añoranza.
Hay algo sagrado en el vaivén de las olas golpeando los cascos, en el viento que empuja, en el canto que acompaña.
Son gestos de fe que no necesitan palabras — porque todo allí se entiende con el cuerpo, con el corazón, con el tiempo.
En Bahía, la esperanza navega.
Y nunca naufraga.