En la quietud del instante, el árbol se libera de los límites de lo real y se entrega al movimiento.
Sus ramas, antes firmes, ahora flotan como pinceladas vivas en el aire.
La luz se desliza entre las formas, trazando caminos invisibles, transformando la materia en ritmo.
Aquí, el enfoque no está en el contorno rígido, sino en la impresión fugaz del movimiento.
Como en un sueño, la realidad se disuelve en trazos dorados, azules y sombras que bailan.
La fotografía abstracta no trata de capturar lo que existe, sino de sentir lo que se transforma.
Y así, el árbol se convierte en danza, y la imagen, en poesía.